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voluntad y consentimiento entre los de ilustre sangre no se efectúa casamiento alguno; pero no dudaron de la licencia, y así se detuvieron en pedirla. Digo, pues, que, estando todo en este estado, cuando faltaban los cuatro días hasta el de la boda, una tarde turbó todo su regocijo un ministro de la reina, que dió un recaudo a Clotaldo, que su Majestad mandaba que otro día por la mañana llevasen a su presencia a su prisionera la española de Cádiz. Respondióle Clotaldo que de muy buena gana haría lo que su Majestad le mandaba. Fuése el ministro, y dejó llenos los pechos de todos de turbación, de sobresalto y miedo.

—¡Ay—decía la señora Catalina—si sabe la reina que yo he criado a esta niña a la católica, y de aquí viene a inferir que todos los desta casa s0mos cristianos!, pues si la reina le pregunta qué es lo que ha aprendido en ocho años que ha que es prisionera, ¿qué ha de responder la cuitada que no nos condene, por más discreción que tenga? Oyendo lo cual Isabela, le dijo:

—No le dé pena alguna, señora mía, ese temor, que yo confío en el cielo, que me ha de dar palabras en aquel instante por su divina misericordia, que no sólo no os condenen, sino que redunden en provecho vuestro.

Temblaba Ricaredo, casi como adivino de algún mal suceso. Clotaldo buscaba modos que pudiesen dar ánimo a su mucho temor, y no los hallaba sino en la mucha confianza que en Dios tenía y en la prudencia de Isabela, a quien encomendó mu-