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a la española, con una saya entera de raso verde acuchillada, y forrada en rica tela de oro, tomadas las cuchilladas con unas eses de perlas, y toda ella bordada de riquísimas perlas: collar y cintura de diamantes, y con abanico a modo de las señoras damas españolas: sus mismos cabellos, que eran muchos, rubios y largos, entretejidos y sembrados de diamantes y perlas, le servían de tocado. Con este adorno riquísimo, y con su gallarda disposición y milagrosa belleza, se mostró aquel día a Londres sobre una hermosa carroza, llevando colgados de su vista las almas y los ojos de cuantos la miraban. Iban con ella Clotaldo y su mujer, y Ricaredo, en la carroza, y a caballo, muchos ilustres parientes suyos. Toda esta honra quiso hacer Clotaldo a su prisionera, por obligar a la reina la tratase como a esposa de su hijo.

Llegados, pues, a palacio y a una gran sala donde la reina estaba, entró por ella Isabela, dando de sí la más hermosa muestra que pudo caber en una imaginación. Era la sala grande y espaciosa, y a dos pasos se quedó el acompañamiento, y se adelanto Isabela, y como quedó sola, pareció lo mismo que parece la estrella o exhalación que por la región del fuego en serena y sosegada noche suele moverse, o bien ansí como rayos del sol que al salir del día, por entre dos montañas se descubre, todo esto pareció, y aun cometa que pronosticó el incendio de más de una alma de los que allí estaban, a quien amor abrasó con los rayos de los hermosos soles de Isabela. La cual,