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tan sin pensar lo que hacía, y tan ciega y tan sin movimiento alguno, que no parecía sino que lloraba una estatua de alabastro. Estos afectos de los dos amantes, tan tiernos y tan enamorados, hicieron verter lágrimas a muchos de los circunstantes, y sin hablar más palabra Ricaredo y sin haberle hablado alguna á Isabela, haciendo Clotaldo y los que con él venían reverencia a la reina, se salieron de la sala, llenos de compasión, de despecho y de lágrimas.

Quedó Isabela como huérfana que acaba de enterrar sus padres, y con temor que la nueva señora quisiese que mudase las costumbres en que la primera la había criado. En fin, se quedó, y de allí a dos días Ricaredo se hizo a la vela, combatido, entre otros muchos, de dos pensamientos que le tenían fuera de sí: era el uno el considerar que le convenía hacer hazañas que le hiciesen merecedor de Isabela, y el otro que no podía hacer ninguna, si había de responder a su católico intento, que le impedía no desenvainar la espada contra católicos, y si no la desenvainaba, había de ser notado de cristiano, o de cobarde, y todo esto redundaba en perjuicio de su vida y en obstáculo de su pretensión. Pero, en fin, determinó de posponer al gusto de enamorado el que tenía de ser católico, y en su corazón pedía al cielo le deparase ocasiones donde, con ser valiente, cumpliese con ser cristiano, dejando a su reina satisfecha y a Isabela merecida.

Seis días navegaron los dos navíos con próspe-