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varemos a Inglaterra, y los españoles se irán a España.

Nadie osó contradecir lo que Ricaredo había propuesto, y algunos le tuvieron por valiente y magnánimo y de buen entendimiento; otros le juzgaron en sus corazones por más católico que debía. Resuelto, pues, en esto Ricaredo, pasó con cincuenta arcabuceros a la nave portuguesa, todos alerta y con las cuerdas encendidas: halló en la nave casi trescientas personas, de las que habían escapado de las galeras: pidió luego el registro de la nave, y respondióle aquel mismo que desde el borde le habló la vez primera, que el registro le había tomado el cosario de los bajeles, que con ellos se había ahogado. Al instante puso el torno en orden, y acostando su segundo bajel a la gran nave, con maravillosa presteza y con fuerza de fortísimos cabestrantes, pasaron la artillería del pequeño bajel a la mayor nave: luego, haciendo una breve plática a los cristianos, les mandó pasar al bajel desembarazado, donde hallaron bastimento en abundancia para más de un mes y para más gente; y así como se iban embarcando, dió a cada uno cuatro escudos de oro españoles, que hizo traer de su navío, para remediar en parte su necesidad cuando llegasen a tierra, que estaba tan cerca, que las altas montañas de Abila y Calpe desde allí se parecían. Todos le dieron infinitas gracias por la merced que les hacía, y el último que se iba a embarcar fué aquel que por los demás habfa hablado, el cual le dijo:

Nov. EJEMP. T. II 6