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busca, y ponerlos en aprieto, y en término de perderse. Bien conocía Ricaredo que tenían razón; pero venciéndolos a todos con buenas razones, los sosegó; pero más los quietó el viento que volvió a refrescar de modo que, dándole en todas las velas, sin tener necesidad de amainallas ni aun de templallas, dentro de nueve días se hallaron a la vista de Londres, y cuando en él, victoriosos, volvieron, habría treinta que dél faltaban.

No quiso Ricaredo entrar en el puerto con muestras de alegría, por la muerte de su general, y así mezcló las señales alegres con las tristes:

unas veces sonaban clarines regocijados, otras, trompetas roncas: unas tocaban los atambores alegres y sobresaltadas armas, a quien con señas tristes y lamentables repondían los pífanos: de una gavia colgada puesta al revés una bandera de medias lunas sembrada: en otra se veía un luengo estandarte de tafetán negro, cuyas puntas besaban el agua. Finalmente, con estos tan contrarios extremos, entró en el río de Londres con su navío, porque la nave no tuvo fondo en él que la sufriese; y así se quedó en la mar a lo largo.

Estas tan contrarias muestras y señales tenían suspenso el infinito pueblo que desde la ribera les miraba: bien conocieron por algunas insignias que aquel navío menor era la capitana del barón de Lansac, mas no podían alcanzar cómo el otro navío se hubiese cambiado con aquella poderosa nave, que en la mar se quedaba; pero sacólos desta duda haber saltado en el esquife, armado