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por donde entró Mario, de manera que, aunque él iba hacia la parte donde ella estaba, ella no le veía. Así como entró Ricardo, paseó toda la casa con los ojos, y no vió en toda ella sino un mudo y sosegado silencio, hasta que paró la vista donde Leonisa estaba; en un instante, al enamorado Ricardo le sobrevinieron tantos pensamientos, que le suspendieron y alegraron, considerándose veinte pasos a su parecer, o poco más, desviado de su felicidad y contento; considerábase cautivo, y a su gloria en poder ajeno; estas cosas revolviendo entre sí mismo, se movía poco a poco, y con temor y sobresalto, alegre y triste, temeroso y esforzado, se iba llegando al centro en donde estaba el de su alegría, cuando a deshora volvió el rostro Leonisa, y puso los ojos en los de Mario, que atentamente la miraba; mas cuando la vista de los dos se encontraron, con diferentes efetos dieron señal de lo que sus almas habían sentido. Ricardo se paró, y no pudo echar pie adelante. Leonisa, que por la relación de Mahamut tenía a Ricardo por muerto, y el verle vivo tan no esperadamente, llena de temor y espanto, sin quitar dél los ojos ni volver las espaldas, volvió atrás cuatro o cinco escalones, y sacando una pequeña cruz del seno, la besaba muchas veces, y se santiguo infinitas, como si alguna fantasma u otra cosa del otro mundo estuviera mirando. Volvió Ricardo de su embelesamiento, y conoció por lo que Leonisa hacia la verdadera causa de su temor, y así le dijo:

—A mí me pesa, oh, hermosa Leonisa, que no