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de faltar un escudo, por fuerte que sea, que la hechura de un romance.

—Pues así es—replicó el paje que quieres, Preciosa, que yo sea pobre por fuerza, no deseches el alma que en ese papel te envío, y vuélveme el escudo; que como le toques con la mano, le tendré por reliquia mientras la vida me durare.

Sacó Preciosa el escudo de papel, y quedóse con el papel, y no le quiso leer en la calle. El paje se despidió, y se fué contentísimo, creyendo que ya Preciosa quedaba rendida, pues con tanta afabilidad le había hablado. Y como ella llevaba puesta la mira en buscar la casa del padre de Andrés, sin querer detenerse a bailar en ninguna parte, en poco espacio se puso en la calle do estaba, que ella muy bien sabía; y habiendo andado hasta la mitad, alzó los ojos a unos balcones de hierro dorados, que le habían dado por señas, y vió en ella a un caballero de hasta edad de cincuenta años, con un hábito de cruz colorada en los pechos, de venerable gravedad y presencia; el cual apenas también hubo visto la Gitanilla, cuando dijo:

—Subid, niñas, que aquí os darán limosna.

A esta voz acudieron al balcón otros tres caballeros, y entre ellos vino el enamorado Andrés, que cuando vió a Preciosa perdió la color y estavo a punto de perder los sentidos: tanto fué el sobresalto que recibió con su vista. Subieron las gitanillas todas, sino la grande, que se quedó abajo para informarse de los criados de las verda-