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Muchachas, éste es el caballero que nos dió esta mañana los tres reales de a ocho.

—Así es la verdad—respondieron ellas—; pero no se lo mentemos, ni le digamos nada, si él no nos lo mienta: ¿qué sabemos si quiere encubrirse?

En tanto que esto entre las tres pasaba, respondió Preciosa a lo de las rayas:

—Lo que veo con los ojos, con el dedo lo adivino: yo sé del señor don Juanico, sin rayas, que es algo enamoradizo, impetuoso y acelerado, y gran prometedor de cosas que parecen imposibles; y plega a Dios que no sea mentirosito, que sería lo peor de todo. Un viaje ha de hacer agora muy lejos de aquí, y uno piensa el bayo, y otro el que le ensilla; el hombre pone y Dios dispone; quizá pensará que va a Oñez, y dará en Gamboa.

A esto respondió don Juan:

—En verdad, gitanica, que has acertado en muchas cosas de mi condición; pero en lo de ser mentiroso vas muy fuera de la verdad, porque me precio de decirla en todo acontecimiento. En lo del viaje largo has acertado, pues, sin duda, siendo Dios servido, dentro de cuatro o cinco días me partiré a Flandes, aunque tú me amenazas que he de torcer el camino, y no querría que en él me sucediese algún desmán que lo estorbase.

Calle, señorito—respondió Preciosa—, y encomiéndese a Dios; que todo se hará bien; y sepa que yo no sé nada de lo que digo, y no es maravilla que como hablo mucho y a bulto, acierte