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¡Ay, niñas, que me maten si no lo dice por los tres reales de a ocho que nos dió esta mañana!

No es así—respondió una de las dos—, porque dijo que eran damas, y nosotras no lo somos; y siendo él tan verdadero como dice, no había de mentir en esto.

—No es mentira de tanta consideración—respondió Cristina—la que se dice sin perjuicio de nadie, y en provecho y crédito del que la dice.

Pero, con todo esto, veo que no nos da nada, ni nos mandan bailar.

Subió en esto la gitana vieja, y dijo:

—Nieta, acaba; que es tarde, y hay mucho que hacer, y más que decir.

—Y ¿qué hay, abuela?—preguntó Preciosa—, ¿Hay hijo o hija?

—Hijo, y muy lindo—respondió la vieja—, Ven, Preciosa, y oirás verdaderas maravillas.

—Plega a Dios que no muera de sobreparto!—dijo Preciosa.

—Todo se mirará muy bien—replicó la vieja—.

Cuanto más, que hasta aquí todo ha sido parto derecho, y el infante es como un oro.

—¡Ha parido alguna señora?—preguntó el padre de Andrés Caballero.

—Sí, señor—respondió la gitana—; pero ha sido el parto tan secreto, que no le sabe sino Preciosa y yo, y otra persona; y así, no podemos decir quién es.

—Ni aquí lo queremos saber—dijo uno de los