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Yo estaba en Madrid en casa de un título, a quien servía no como a señor, sino como a pariente. Este tenía un hijo único heredero suyo, el cual, así por el parentesco como por ser ambos de una edad y de una condición misma, me trataba con familiaridad y amistad grande. Sucedió que este caballero se enamoró de una doncella principal, a quien él escogiera de bonísima gana para su esposa, si no tuviera la voluntad sujeta como buen hijo a la de sus padres, que aspiraban a casarle más altamente; pero, con todo eso, la servía a hurto de todos los ojos que pudieran, con las lenguas, sacar a la plaza sus deseos: solos los míos eran testigos de sus intentos. Y una noche, que debía de haber escogido la desgracia para el caso que ahora os diré, pasando los dos por la puerta y calle desta señora, vimos arrimados a ella dos hombres, al parecer, de buen talle; quiso reconocerlos mi pariente, y apenas se encaminó hacia ellos, cuando echaron con mucha ligereza mano a las espadas y a dos broqueles, y se vinieron a nosotros, que hicimos lo mismo, y con iguales armas nos acometimos. Duró poco la pendencia, porque no duró mucho la vida de los dos contrarios, que de dos estocadas que guiaron los celos de mi pariente y la defensa que yo le hacía, las perdieron, caso extraño y pocas veces visto. Triunfando, pues, de lo que no quisiéramos, volvimos a casa, y secretamente tomando todos los dineros que podimos, nos fuimos a San Jerónimo, esperando el día, que descubriese lo sucedido y las presunciones que se te-