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había visto entrar en su aposento dos veces, y que podría ser que aquél las llevase. Entendió Andrés que por él lo decía, y, riéndose, dijo:

—Señora doncella, ésta es mi recámara y éste es mi pollino: si vos halláredes en ella ni en él lo que os falta, yo os lo pagaré con las setenas, fuera de sujetarme al castigo que la ley da a los ladrones.

Acudieron luego los ministros de la justicia a desvalijar el pollino, y a pocas vueltas dieron con el hurto; de que quedó tan espantado Andrés, y tan absorto, que no pareció sino estatua, sin voz, de piedra dura.

— No sospeché yo bien?—dijo a esta sazón la Carducha. Mirad con qué buena cara se encubre un ladrón tan grande!

anos, El Alcalde, que estaba presente, comenzó a decir mil injurias a Andrés y a todos los llamándolos de público ladrones y salteadores de caminos. A todo callaba Andrés, suspenso e imaginativo, y no acababa de caer en la traición de Carducha. En esto se llegó a él un soldado bizarro, sobrino del Alcalde, diciendo:

—No veis cuál se ha quedado el gitanico podrido de hurtar? Apostaré yo que hace melindres, y que niega el hurto, con habérsele cogido en las manos; que bien haya quien no os echa en galeras a todos. ¡Mirad si estuviera mejor este bellaco en ellas, sirviendo a su Majestad, que no andarse bailando de lugar en lugar, y hurtando de venta en monte. A fe de soldado que estoy por darle una bofetada, que le derribe a mis pies.