los dientes, produjo una especie de silbido agudo que duró algunos minutos, para imitar la espuma del champagne. Esta conducta, según pude observar muy bien, no fué muy del agrado de M. Maillard; sin embargo, no dijo nada, y la conversación fué continuada por un hombrecillo flaco que llevaba una gran peluca.
— Había también — dijo — un imbécil que se creía una rana, á cuyo animal, dicho sea de paso, se parecía mucho. Quisiera, caballero, que lo hubiera Vd. visto, añadió dirigiéndose á mí; estoy seguro que le hubiera hecho reir con las actitudes que tomaba. Crea Vd., amigo mio, que si este hombre no era verdaderamente rana, era una lástima que no lo fuese. Su canto estaba formado de una nota la más bella del mundo — ¡un si bemol! — y cuando se colocaba con los codos sobre la mesa de esta manera, después de haber tomado dos vasos de vino, ensanchaba su boca así y movía los ojos como yo lo hago, guiñándolos con excesiva rapidez del modo siguiente; puedo asegurar Vd. de la manera más positiva que se hubiera Vd. extasiado ante el genio de este hombre.
— No lo dudo, respondí.
— Habia también, añadió otro de los comensales, un mocito que se creía ser una toma de rapé y se desolaba de no pođer tomarse á sí mismo entre su indice y pulgar.
— También hemos tenido á Julio Deshoulières que éra verdaderamente un genio singular, y que se volvió loco con la idea de que era una calabaza. Constantemente perseguía al cocinero para que lo convirtiese en pasteles, cosa que el cocinero se negaba con indignación. Por mi parte no afirmaré que un pastel à la