como en una inmersión loca y precipitada del alma en el Hades. Y el universo no fué mas que noche, silencio, inmovilidad.
Yo estaba desvanecido; pero, sin embargo, no diré que hubiese perdido toda conciencia. Lo que me quedaba de ella, no trataré de definirlo, ni siquiera de describirlo; pero en fin, todo no estaba perdido. En el más profundo sueño, no. En el delirio, no. En el desvanecimiento, no. En la muerte, no. Ni aun en la tumba está perdido todo. De otra manera no habría inmortalidad para el hombre. Al despertarnos del más profundo sueño, desgarramos la tela de araña de algun ensueño.
No obstante, un segundo después, tan débil es acaso ese tejido, no nos acordamos de haber soñado. En la vuelta del desvanecimiento á la vida hay dos grados; el primero es el sentimiento de la existencia moral ó espiritual; el segundo, el sentimiento de la existencia física. Parece probable que si llegando al segundo grado, pudiéramos evocar las impresiones del primero, encontraríamos todos los elocuentes recuerdos del abismo trasmundano. Y este abismo, ¿qué es? ¿Cómo distinguiremos sus sombras de las de la tumba? Pero si las impresiones de lo que he calificado el primer grado, no aparecen al llamado de la voluntad, sin embargo, después de un largo intervalo, ¿no aparecen ellas, sin ser invitadas, no obstante que nos maravillamos al pensar de dónde pueden salir? Aquel que no se ha desvanecido jamás, no es el que descubre extraños palacios y rostros extravagantemente familiares en las brasas ardientes; no es el que contempla, flotantes en medio del aire, las melancólicas visiones que el vulgo no puede apercibir; no es el que medita sobre el per-