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EL POZO Y EL PÉNDULO

nada, como si por esta insistencia, pudiera detener ahí la descensión del acero. Me apliqué á meditar sobre el sonido que produciría la media luna pasando al través de mi vestido — sobre la sensación particular y penetrante que el frotamiento de la tela produce sobre los nervios. Medité sobre todas esas futilidades hasta que mis dientes se erizaron.

Más bajo — más bajo todavía — se deslizaba siempre más bajo. Encontraba un placer frenético en comparar su velocidad de alto á bajo y su velocidad lateral. A derecha — á izquierda — y después huía lejos, lejos, y después volvía — con el chillido de un espíritu condenado — hasta llegar á mi corazón, con el paso furtivo de un tigre. Yo reía y aullaba, según que la una ú otra idea tomaba la superioridad.

¡Más bajo — invariablemente, despiadadamente más bajo! ¡Vibraba á tres pulgadas de mi pecho! Me esforcé violentamente — furiosamente — por desatar mi brazo izquierdo. Estaba libre solamente desde el codo hasta la mano. Yo le podia hacer jugar desde el plato hasta mi boca, con un gran esfuerzo — y nada más. Si hubiera podido romper las ligaduras de arriba del codo, habría asido el péndulo y tratado de detenerlo. ¡Habría también ensayado de detener una avalancha!

¡Siempre más bajo! — ¡incesantemente, inevitablemente más bajo! Respiraba dolorosamente y me agitaba á cada balanceamiento. Mis ojos lo seguían en su vuelo ascendente y descendente con el ardor de la desesperación más insensata; se cerraban espasmódicamente en el momento de la descensión, aunque la muerte hubiera sido un alivio — ¡oh! ¡qué indecible