buena broma! ¡excelente broma! ¡Cómo nos reiremos en palacio de vuestro buen vino! ¡je! ¡je!
— ¡Del amontillado! — dije.
— ¡Je! ¡je! — sí, del amontillado. ¿Pero no es tarde? ¿No nos aguardarán en palacio la señora Fortunato y los otros? Vámonos.
— Sí, sí,—dije. — Vámonos.
— ¡Por el amor de Dios, Montresors!
— ¡Sí, sí, por el amor de Dios!
Pero estas palabras no tuvieron respuesta; en vano apliqué el oído. Me impacienté y llamé muy alto:
— ¡Fortunato!
No teniendo respuesta llamé de nuevo:
— ¡Fortunato!
Nada. — Introduje por la abertura que quedaba una antorcha y la dejé caer dentro. No oí más que un ruido de cascabeles. Se me oprimió el corazón—sin duda, á consecuencia de la humedad de las catacumbas. Apresuréme á poner fin á mi tarea. Hice un esfuerzo y ajusté la última piedra y la cubrí con mezcla. Contra la nueva albañilería restablecí la antigua capa de huesos. Desde hace medio siglo ningún mortal los ha removido: In pace réquiescat.