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EDGAR POE. — NOVELAS Y CUENTOS

la experiencia y no pocas lecciones sobre medicina me podían sugerir. Pero fué en vano. Repentinamente el color desapareció, cesó la pulsación, los labios adquirieron de nuevo la expresión de la muerte, y un mommento después todo el cuerpo tomó la frialdad del hielo, el color lívido, la intensa rigidez, el perfil hundido y todas las repugnantes peculiaridades del que ha sido, por espacio de algunos días, un habitante de la tumba.

Y otra vez me hundí en mis visiones de Ligeia, y de nuevo (¿por qué maravillarse de que me estremezca mientras escribo?) de nuevo llegó á mis oídos un débil suspiro que nacía en el lecho de ébano. Pero ¿para qué voy á detallar minuciosamente los inexpresables horrores de aquella noche? ¿Para qué detenerme en relatar cómo, una tras otra vez, hasta que aparecieron los albores del nuevo día, se repitió ese horroroso drama de revivificación; cómo cada terrorífica recaída, fué siempre una muerte más severa y más irredimible; cómo cada agonía tenía el aspecto de una lucha con algún invisible enemigo, y cómo cada lucha era seguida por no sé qué cambio en la personal apariencia del cadáver? Dejadme concluir pronto.

La más grande parte de la noche había corrido, cuando la que había estado muerta se agitó una vez todavia, y mucho más vigorosamente que hasta entonces, aunque despertando en un estado más espanloso que nunca, por su completa desesperanza de vida. Hacía mucho que yo había cesado de luchar ó de moverme, y permanecia rígidamente sentado sobre la otomana, inerte, presa de un torbellino de violentas emociones, de las cuales el extremo miedo era quizá la menos terrible, la menos consumidora.