tectura; la casa del Delfin, porque Cárlos V, siendo delfin, la habia habitado; la Mercaderia, porque servia de casa de la ciudad; la Casa de las Pilares (Domus ad piloria), á causa de una larga série de anchos pilares que sostenian sus tres pisos. Hallaba alli la ciudad todo lo que se necesita en un excelente pueblo como Paris; una capilla para rezar, un tribunal donde pleitear y defender cada cual sus derechos, y un arsenal en los desvanes, lleno de artilleria; porque los vecinos de Paris saben que no siempre basta suplicar y litigar por los fueros y franquicias de su pueblo, y por eso tienen siempre en reserva en una buhardilla de la Casa de la ciudad algun respetable arcabuz barnizado de orin.
Ya entónces presentaba la Gréve aquel aspecto siniestro que debe todavia á la idea execrable que despierta y á la lúgubre casa de la Ciudad de Dominico Bocador, que ha reemplazado á la casa de los Pilares. Justo será decir que un patibulo y una picota permanentes, una justicia y una escalera, como se decia entónces, erigidas una junto á otra en medio de la plaza, contribuian no poco a hacer apartar los ojos de aquel sitio fatal donde tantos seres llenos de salud y de vida han agonizado; donde debia nacer cincuenta años despues aquella horrible calentura de Saint Vallier, aquella enfermedad de miedo al cadalso, la mas monstruosa de todas las enfermedades, porque no viene de Dios, sino de los hombres.
Es una idea consoladora (y sea dicho de paso) pensar que la pena de muerte que, hace trescientos años, tenia atestados con sus ruedas de hierro, sus patibulos de piedra y toda su comitiva de suplicios, permanente y sellada en el suelo, la plaza de Gréve, los mercados, la plaza del Delfin, la cruz del Trahoir, el mercado de los Cerdos, el horrible Montfaucon, la barrera de los Sargentos, la plaza de los Gatos, la puerta de S. Dionisio, Champeaux, la puerta Baudets, la puerta de Santiago, sin contar las innumerables jurisdicciones de los prebostes, del obispo, de los cabildos, de los abades, de los priores señores de horca y cuchillo; sin contar las juridicas zambullidas en el rio Sena; es una idea consoladora el pensar que hoy, despues de haber perdido sucesivamente todas las piezas de su armadura, su lujo de suplicios, su penalidad de imaginacion y de capricho, su tormento para el cual hacia de cinco en cinco años un potro de cuero en el Gran Chatelet, aquella antigua soberana de la sociedad feudal, proscrita casi de nuestras leyes y de nuestras ciudades, acosada de código en código, arrojada de plaza á plaza, no tiene ya en nuestro inmenso Paris mas que un infame rincon de la Plaza de Gréve, mas que una miserable guillotina, furtiva, inquieta, corrida, que siempre parece estar temblando de ser cogida in fraganti, segun desaparece rápida despues de haber dado su golpe!
III.
BESOS PARA GOLPES.
Transido de frio, tiritaba Gringoire cuando llegó á la plaza de Gréve. Habia tomado por el puente llamado de los Molineros para evitar el gentio del Pont-au-Change y las banderolas de Juan Fourbeault; pero las ruedas de todos los molinos del obispo le salpicaron al paso, de modo que el pobre diablo estaba empapado hasta los huesos: parecíale ademas que la derrota de su pieza dramática le hacia aun mas friolero. Apresuróse pues á llegar á la hoguera que ardia magnificamente en mitad de la plaza; pero la cercaba una multitud considerable.
— ¡Malditos parisienses! dijo entre si (porque Gringoire como buen poeta dramático padecia de achaques de monólogos) ¡ahora me obstruyen el fuego! ¡Pues bien sabe Dios que lo necesito de veras; mis zapatos beben, y todos esos arrastrados de molinos que han llorado sobre mi! ¡Diablo de obispo de Paris con sus molinos! Quisiera yo saber de qué le sirve un molino á un obispo; ¿piensa despues de obispo hacerse molinero? Si no necesita para ello mas que mi maldicion, se la doy á él, y á su catedral, y á sus molinos! ¡A qué no se menean de su sitio estos zoquetes! ¡Que estarán haciendo ahi!—¡Se calientan; vaya un gusto; miran arder un centenar de chamarascas; vaya un espectáculo!....
Pero ya mas próximo vió que el circulo era mucho mayor de lo necesario para calentarse á la hoguera del rey, y que la belleza de cien chamarascas encendidas no era el único objeto que motivaba aquella afluencia de espectadores.
En un ancho espacio despejado entre la muchedumbre y la hoguera, bailaba una mujer.
Si aquella mujer era un ser humano, una fada ó un ángel, eso es lo que Gringoire, por mas filósofo, por mas escéptico, por mas poeta irónico que fuera, no pudo decidir en el primer momento; tan fascinado quedó por aquella vision deslumbradora.
No era alta, pero lo parecia, tal era la soltura de su flexible talle; era morena, pero se adivinaba que su cútis, á la luz del dia, debia tener aquel reflejo dorado de las andaluzas y de las romanas; su piececillo era tambien andaluz, porque estaba juntamente oprimido y holgado en su gracioso calzado. Bailaba, giraba, volteaba aquella mujer sobre una vieja alfombra de Persia, tendida bajo sus pies; y cada vez que en su rápido giro pasaba delante de alguno aquella radiante fisonomia, sus grandes ojos de azabache le echaban un relámpago.
Todas las miradas estaban fijas, todas las bocas abiertas en torno de ella; y en efecto, mientras bailaba asi al són de la pandereta que sus dos puros y redondos brazos levantaban sobre su cabeza, sutil, aerea, viva como una avispa, con su cintura de oro sin un pliegue, con su brillante falda que se ahuecaba, consus espaldas desnudas, su linda pierna que dejaba entrever por momentos la flotante vestidura, con su pelo negro, con sus ojos de fuego, parecia una criatura sobrenatural.
— ¡Cierto, dijo Gringoire, que es un asalamandra, una ninfa, una diosa, una vacante del Monte Menaleo!..
Soltóse entónces una trenza de la cabellera de la «Salamandra» y cayó al suelo una pieza de cobre amarillo que estaba en ella.
— ¡Pues no! dijo, es una gitana.
Toda ilusion habia desaparecido.
De nuevo empezó á bailar, tomó del suelo dos espadas, cuya punta apoyó sobre su frente, haciéndolas girar en un sentido mientras giraba ella en otro, porque no era en efecto ni mas ni menos que una gitana. Pero por mas desencantado que estuviese Gringoire, el conjunto de aquel cuadro no carecia de mágia y de prestigio; iluminaba la hoguera aquella mujer con una luz cruda y roja que temblaba livida sobre los rostros de los circunstantes, sobre la frente morena de la gitana; despedia hácia el fondo de la plaza un mústio reflejo mezclado á las vacilaciones de sus sombras, por una parte sobre la vieja fachada negra y rugosa de la casa de los Pilares, y por otra sobre el brazo de piedra del patibulo.
Entre los mil semblantes que teñia de escarlata aquella luz, uno habia que mas que todos los otros parecia absorto en la contemplacion de la bailarina: era una fisonomia de hombre, serena, austera y sombria. Aquel hombre cuyo traje ocultaba la turba que le rodeaba, no parecia tener arriba de treinta y cinco años, y sin embargo era calvo; apénas tenia en las sienes algunos pocos cabellos que ya empezaban á encanecer: hondas arrugas surcaban su frente ancha y despejada; pero en sus ojos hundidos brillaban una extraordinaria juventud, una vida ardiente, una pasion profunda. Teníalos de continuo clavados en la gitana. y mientras la alegre niña de diez y seis años bailaba y revoloteaba dando contento á todos, la expresion del semblante de aquel hombre era cada vez mas sombria. Juntá-