Esta exclamacion le alivió algun tanto, y una especie de reflejo rojizo que divisó al mismo tiempo al fin de una larga y estrecha callejuela acabó de confortar su moral.—¡Loado sea Dios! dijo—¡allí es! ¡allí arde mi jergon! Y comparándose al marinero que zozobra de noche en la tempestad.—¡Salve! añadió devotamente, ¡salve, maris stella!
¿Dirigia este fragmento de la letania á la Santa Vírgen ó al jergon? Eso es lo que de todo punto ignoramos.
Apénas hubo andado algunos pasos en la larga callejuela, que estaba en cuesta, desempedrada, y cada vez mas inclinada y fangosa, cuando observó un fenómeno bastante singular. No estaba la calle desierta; de trecho en trecho, en toda su longitud, rastreaban no sé que masas vagas é informes, dirigiéndose todas hácia el resplandor que oscilaba en el fin de la callejuela, como aquellos torpes insectos que se arrastran por la noche sobre la yerba hacia la luz de una cabaña.
Nada hace al hombre tan animoso como el no sentir el lugar de su faltriquera. Singuió Gringoire su camino y no tardó en alcanzar á uno de aquellas gusanos que mas perezosamente se arrastraba detras de los otros; y habiéndole examinado de cerca, vió que no era ni mas ni ménos que un miserable lisiado sin piernas, que andaba sobre ambas manos, como una zancuda herida que no tiene mas que dos patas. Cuando pasó por junto á aquella especie de araña con semblante humano, alzó el pordiosero hácia él una voz lamentable.—¡La bouna mancia siñor! ¡la buona mancia!
— El diablo te lleve, dijo Gringoire, y á mí contigo si sé lo que quieres decir.
Y pasó adelante.
Llegóse á otra de aquellas masas ambulantes y la examinó tambien. Era la tal un tullido, cojo y manco á la vez, y tan manco y tan cojo que el complicado sistema de muletas y piernas de madera que le sostenian, hacíale parecerse á un maderámen puesto en movimiento. Gringoire gustaba de las comparaciones nobles y clásicas, comparóle en sus mientes al trévedes de Vulcano.
Aquel trévedes vivo le saludó al paso colocando su sombrero al nivel de la barba de Gringoire, como una bacia de afeitar, y gritándole en los oidos:—Señor caballero, para comprar un pedazo de pan.
—Parece, dijo Gringoire, que tambien este otro habla; pero lo hace en una lengua diabólica, y mas dichoso es que yo si la entienda.
Y luego, dándose una palmada en la frente por una súbita transicion de ideas:— A propósito, exclamó, ¿qué diablos querrian decir esta mañana con su Esmeralda?
Quiso apretar el paso; pero por tercera vez un informe objeto se le puso delante. Aquel objeto, ó mas bien aquel individuo, era un ciego, un cieguecito pequeñito, de cara hebrea y barbuda, que remando en el espacio con un palo y llevado a remolque por un perrazo, le dijo con acento húngaro: ¡facitate caritatem!
— ¡Dios le ayude! dijo Pedro Gringoire, este á lo menos habla una lengua cristiana. Preciso es que tenga mi señoria una facha muy limosnera para que venga esta gente implorando mi munificencia en el mísero estado en que se halla mi bolsa. Amigo mío, dijo dirigiéndose al ciego, la semana pasáda vendí mi última camisa; es decir, para que lo entiendas en la lengua de Cicerón: Vendidi hebdommadœ nuper transit meam ultimam camisam.
Y esto diciendo, volvió las espaldas al ciego y prosiguió su camino; pero el ciego apretó el paso detras de él, y fue la diablura mayor, que tambien el tullido y el lisiado sin piernas sobrevinieron cada cual por su lado con gran premura y ruido de voces y muletas. Y luego todos tres tropezando unos con otros detras del pobre Gringoire, empezaron á cantarle su cancion:
— ¡Caritatem! -cantaba el ciego.
— ¡La buona mancia! -cantaba el hombre—araña.
Y el cojo levantaba la frase musical repitiendo:— ¡un pedazo de pan!
Gringoire se tapó las orejas:— ¡Oh torre de Babel! exclamó.
Apretó á correr. El ciego, el cojo y el lisiado sin piernas corrieron tambien.
Y á medida que iba internándose en la calle, nuevos lisiados, ciegos y cojos pululaban en torno de él, y mancos y tuertos y leprosos con sus llagas, cuales saliendo de las casas, cuales de las callejuelas adyacentes, cuales de los respiraderos de los sótanos, aullando, chillando, ladrando, todos á trágala perro, cayendo y levantando, arrastrándose hacia la luz y hundidos en el lodo, como babosas despues de la lluvia.
Gringoire, acosado por sus tres perseguidores, y sin saber en qué diablos pararia todo aquello, iba sofocado en medio de todos, costeando los cojos, saltando por cima de los que iban á rastras, hundidos los pies en aquel hormiguero de avechuchos, como cierto capitan ingles que se metió en un rebaño de cangrejos.
Ocurrióle enténces la idea de volver atras, pero ya era tarde: toda aquella legion se habia cerrado detras de él, y sus tres mendigos no le soltaban. Continuó pues su camino impelido á la par por aquel irresistible torrente, por el miedo y por un vértigo que le hacia ver todo aquello como un horrible ensueño.
Llegó por fin á la extremidad de la calle, la cual desembocaba en una inmensa plaza, donde oscilaban mil luces confusas entre la vaga niebla de la noche. Entró en ella Gringoire, esperando sustraerse con la celeridad de sus piernas á los tres espectros inválidos, que le tenían asido por el cogote.
— ¿Adónde vas, hombre? gritó el cojo arrojando las muletas y corriendo tras de él con las dos mejores piernas que trazaron jamás un paso geométrico en el suelo de París.
Y el que andaba á rastras, ora derecho sobre sus pies, ceñía á Gringoire en torno del cuello los trapos y tablas sobre que se arrastraba, y el ciego le miraba de hito en hito con ojos rebentones.
— ¿Dónde estoy? dijo el poeta estupefacto.
— En la corte de los milagros, respondió un cuarto espectro que acababa de agregarse á los demas.
— Por mi vida, repuso Gringoire, que veo a los ciegos que miran y á los cojos que corren; ¿pero dónde está el Salvador?
Respondiéronle todos con una carcajada siniestra.
Tendió la vista en tornó de si el malandante poeta. Hallábase en efecto en aquella terrible Corte de los Milagros, donde jamas un hombre honrado habia penetrado á aquellas horas; círculo mágico donde los oficiales del Chatelet y los soldados del Prebostazgo que osaban aventurarse en él desaparecían como arena; patria de ladrones, verruga hedionda en el rostro de Paris; muladar de donde salia todas las mañanas, y á donde volvia todas las noches á podrirse el arroyo de vicios, mendicidad y holgazaneria, que rebosa siempre por las calles de las capitales, monstruosa colmena á donde iban á parar todas las noches con su botin todos los zánganos del órden social; mentido hospital á donde el gitano, el fraile tuno, el estudiante perdido, los pillos de todas las naciones, españoles, italianos, alemanes de todas las religiones, judios, cristianos, musulmanes, idólatras, plagados de llagas postizas, mendigos durante el dia, se transformaban de noche en bandoleros; inmenso vestuario, en fin, donde se desnudaban y vestian en aquella época, todos los actores del eterno drama que representan en las calles de Paris, el robo, la prostitucion y el asesinato.