y compleja juntamente como las Ilíadas y los Romanceros de quienes es hermana; producto maravilloso de la acumulacion de todas las fuerzas de una época, donde sobre cada piedra se ve brillar en cien formas el capricho del obrero, disciplinado por el genio del artista; especie de creacion humana, en una palabra, poderosa y fecunda como la creacion divina, cuyo noble carácter parece haber reunido, variedad, eternidad.
Y lo que decimos aquí de la fachada, puede decirse de la iglesia entera; y lo que decimos de la catedral de Paris, puede decirse de todas las iglesias de la cristiandad en la edad media. En este arte hijo de si mismo, todo es lógico y bien proporcionado: nedur un dedo del pié, es medir el cuerpo del gigante.
Volvamos á la fachada de Nuestra Sra., tal cual parece aun en el dia, cuando vamos religiosamente á admirar la grave y poderosa catedral que aterra, segun dicen sus cronistas; quae mole sua terrorem incutit spectuntibus.
Tres cosas importantes faltan hoy en esta fachada; primera, la escalinata de once gradas que la alzaba antiguamente sobre el nivel del suelo; la segunda, la série inferior de estátuas que ocupaba los nichos de las tres puertas, y la série superior de los veintiocho reyes mas antiguos de Francia, que ocupaba la galeria del piso principal, desde Childeberto hasta Felipe Augusto, con «el globo imperial» en la mano.
El tiempo es el que ha hecho desaperecer la escalinata, elevando con un progreso lento é irresistible el nivel del suelo de la ciudad; pero devorando uno á uno con la marea ascedente del piso de Paris, los once escalones que aumentaban la altura magestuosa del edificio, el tiempo ha dado á la iglesia aun mas de lo que la ha quitado, porque él es el que ha impreso en su fachada a aquel sombrio color de los siglos, que jace de la vejez de los monumentos la edad de su hermosura.
Pero, ¿quien ha derribado las dos hileras de estátuas? ¿quien ha dejado vacíos los nichos? ¿quien ha abierto en medio de la puerta central aquella ogiva nueva y bastarda? ¿y quien ha tenido la osadia de adaptar aquella insípida y maziza puerta de madura esculpida á lo Luis XV, al lado de los arabescos de Biscornette? Los hombres, los arquitectos, los artistas de nuestros dias.
Y si entramos en el interior del edificio, ¿quien ha derribado aquel coloso de S. Cristóbal, proverbial entre las estátuas como la Sala Grande entre los mercados, como la aguja de Strasburgo ente los campanarios? y aquellos millares de estátuas que llenaban todos los intercolumnios de la nave y del coro, de rodillas, de pié, ecuestres, hombres, mujeres, niños, reyes, obispos, soldados, de piedra, de mármol, de oro, de plata, de cobre, y aun de cera, ¿quien los ha barrido brutalmente? No ha sido el tiempo.
¿Y quien ha sustituido el antiguo altar gótico, espléndidamente atestado de urnas y relicarios, el pesado sarcófago de mármol con cabezas de ángeles y nubes, que parece un desparejado fragmento del Valle de Grace ó de los Invalidos? ¿Quien ha sellado estúpidamente ese grosero anacronismo de piedra en el pavimento carlovingio de Hercandus? ¿No fue Luis XVI cumpliendo el voto de Luis XIII?
¿Y quien ha puesto esos frios vidrios blancos en vez de aquellos pintados «altos en color» que hacian vacilar los ojos atónitos de nuestros padres, entre el roseton de la puerta mayor y las ogivas de la apside? ¿Y que diria un sochantre del siglo dieciseis al ver el ridículo reboque amarillo con que nuestros vándalos arzobispos han embadurnado su catedral? Se acordaria de que aquel era el color que teñia el verdugo los edificios infamados; se acordaria del palacio del Pequeño Borbon, todo pintoreado de amarillo por la traicion de condestable; «y de un amarillo tan bien templado, dice Suval y tan bien recomendado, que mas de un siglo no ha podido hacerle perder su color;» creeria que el santuario se habia convertido en un sitio infame, y huiria despavorido.
Y si subimos sobre la catedral, sin detenernos en mil barbaries de toda especie, ¿que han hecho los hombres de aquel precioso campanario menor que se apoyaba sobre el punto de interseccion del crucero, y que no menos sútil y atrevido que su vecina la aguja (destruida tambien) de Sta. Capilla, se entraba en el cielo aun mas que las torres, esbelto, agudo, sonoro y calado? Amputóle un arquitecto de buen gusto (1787), persuadido ademas de que bastaba disimular la llaga con aquel ancho emplasto de plomo que se parece no poco á la tapadera de una olla. Asi ha sido tratado en todos los paises, sobre toda Francia, el arte maravilloso de la edad media. Pueden distinguirse en su ruina tres especies de lesiones que todas tres le han hincado el diente á diferentes profundidades; en primer lugar, el tiempo que insensiblemente ha hecho una mella por acá, un destrozo por allá en toda la superficie; despues, las revoluciones políticas y religiosas, las cuelas, ciegas y frenéticas de suyo, se han precipitado en tumulto sobre él, han desgarrado su rico traje de escultura y cincelados, reventado sus rosetones, roto sus collares de arabescos y de figuritas, arrancado sus estátuas, ya por su mitra, ya por su corona; y en fin las modas, cada vez mas grotescas y estúpidas, que, desde los anárquicos y expléndidos horrores del renacimiento se han sucedido en la decadencia necesaria de la arquitectura. Las modas han hecho mas daño a las revoluciones, porque han cortado en carne viva; han atacado, cortado, desorganizado, dado muerte al edificio, en la forma como en el símbolo, en su lógica como en su belleza. Y ademas, han corregido, pretension que no han tenido á ménos ni el tiempo, ni las revoluciones. Las modas han acomodado con desfachatez, en nombre del buen gusto, sobre las heridas de la arquitectura gótica, miserables baratijas y garambaynas de un dia, sus cintas de mármol, sus pompones de metal; verdadera lepra de astragalos, volutas, pabellones, ropajes, guirnaldas, rapacejos, llamas de piedra, nubes de bronce, amorcillos repletos, querubines regordetes que empiezan á devorar la faz del arte en el oratorio de Catalina de Médicis, y le hacen espirar dos siglos despues, atormentado y gesticulador en el gabinete de la Dubarry.
Para resumir en pocas palabras los puntos que acabamos de indicar, tres linages de ruina desfiguran actualmente la arquitectura gótica. Arrugas y verrugas en la epidérmis: esta es la obra del tiempo. Destrozos, brutalidades, contusiones, fracturas, esta es la obra de las revoluciones desde Lutero hasta Mirabeau. Mutilaciones, amputaciones, dislocacion de los miembros, restauraciones; este es el trabajo griego, romano y bárbaro de los profesores por la gracia de Vitrubio y de Vignola. Aquel arte magnífico, creado por los vándalos, ha sido aniquilado por los académicos. A los siglos, á las revoluciones que talan á lo ménos con imparcialidad y grandeza, se ha agregado la plaga de los arquitectos de escuela, con exámen, despacho y nombramiento, degradando con el discernimiento y cautela del mal gusto; sustituyendo las escarolas de Luis XV á los encajes góticos, para mayor gloria del Partenon. Esta fue la coz del asno al leon moribundo; la vieja encina que se corona, y que para colmo de amargura se vé picada, mordida, atrazada por las orugas.
¡Qué diferencia entre esta época y aquella en que Roberto Cenalis comparando la catedral de Paris á