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—Resumamos, añadió Sócrates, lo que acabamos de decir. Primeramente, el Amor es el amor de alguna cosa; en segundo lugar, de una cosa que le falta.

—Sí, dijo Agaton.

—Acuérdate ahora, replicó Sócrates, de qué cosa, segun tú, el Amor es amor. Si quieres, yo te lo recordaré. Has dicho, me parece, que se restableció la concordia entre los dioses mediante el amor á lo bello, porque no hay amor de lo feo. ¿No es esto lo que has dicho?

—Lo he dicho, en efecto.

—Y con razon, mi querido amigo. Y si es así, el Amor es el amor de la belleza, y no de la fealdad?

Convino en ello.

—¿No hemos convenido en que se aman las cosas cuando se carece de ellas y no se poseen?

—Sí.

—Luego el Amor carece de belleza y no la posee.

—Necesariamente.

—¡Pero qué! ¡Llamas bello á lo que carece de belleza, á lo que no posee en manera alguna la belleza?

—No, ciertamente.

—Si es así, repuso Sócrates, ¿sostienes aún que el Amor es bello?

—Temo mucho, respondió Agaton, no haber comprendido bien lo que yo mismo decia.

—Hablas con prudencia, Agaton; pero continúa por un momento respondiéndome: ¿te parece que las cosas buenas son bellas?

—Me lo parece.

—Entonces el Amor carece de belleza, y si lo bello es inseparable de lo bueno, el Amor carece tambien de bondad.

—Es preciso, Sócrates, conformarse con lo que dices, porque no hay medio de resistirte.

—Es, mi querido Agaton, imposible resistir á la verdad; resistir á Sócrates es bien sencillo. Pero te dejo en