genes; ¿cómo la salvaréis vos sin atraer sobre vuestra cabeza alguna calamidad horrible? Los cazadores somos reyes del Moncayo, pero reyes que pagan un tributo. Pieza que se refugia en esa fuente misteriosa, pieza perdida.
—¡Pieza perdida! Primero perderé yo el señorío de mis padres, y primero perderé el ánima en manos de Satanás, que permitir que se me escape ese ciervo, el único que ha herido mi venablo, la primicia de mis excursiones de cazador... ¿Lo ves?... ¿lo ves?... Aún se distingue á intervalos desde aquí... las piernas le faltan, su carrera se acorta; déjame... déjame... suelta esa brida, ó te revuelco en el polvo.. ¿Quién sabe si no le daré lugar para que llegue á la fuente? y si llegase, al diablo ella, su limpidez y sus habitadores. ¡Sus! ¡Relámpago! ¡sus, caballo mío! si lo alcanzas, mando engarzar los diamantes de mi joyel en tu serreta de oro.
Caballo y jinete partieron como un huracán.
Iñigo los siguió con la vista hasta que se perdieron en la maleza; después volvió los ojos en derredor suyo; todos, como él, permanecían inmóviles y consternados.
El montero exclamó al fin:
—Señores, vosotros lo habéis visto; me he expuesto á morir entre los pies de su caballo por detenerle. Yo he cumplido con mi deber. Con el dia-