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Página:Obras de Bécquer - Vol. 1.djvu/110

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GUSTAVO A. BECQUER

pía el chirrido de la hoja al resbalarse sobre la pulimentada madera, el joven exclamó dirigiéndose á su servidor, como si no hubiera escuchado una sola de sus palabras.

—Iñigo, tú que eres viejo, tú que conoces todas las guaridas del Moncayo, que has vivido en sus faldas persiguiendo á las fieras, y en tus errantes excursiones de cazador subiste más de una vez á su cumbre, dime: ¿has encontrado por acaso una mujer que vive entre sus rocas?

—¡Una mujer! exclamó el montero con asombro y mirándole de hito en hito.

—Sí, dijo el joven; es una cosa extraña lo que me sucede, muy extraña... Creí poder guardar ese secreto eternamente, pero no es ya posible; rebosa en mi corazón y asoma á mi semblante. Voy, pues, á revelártelo... Tú me ayudarás á desvanecer el misterio que envuelve á esa criatura, que al parecer solo para mí existe, pues nadie la conoce, ni la ha visto, ni puede darme razón de ella. El montero, sin despegar los labios, arrastró su banquillo hasta colocarle junto al escaño de su señor, del que no apartaba un punto los espantados ojos. Este, después de coordinar sus ideas, prosiguió así:

—Desde el día en que á pesar de tus funestas predicciones llegué á la fuente de los Álamos, y atravesando sus aguas recobré el ciervo que vues-