Ella era caprichosa, caprichosa y extravagante, como todas las mujeres del mundo.
Él, supersticioso, supersticioso y valiente, como todos los hombres de su época.
Ella se llamaba María Antúnez.
Él Pedro Alfonso de Orellana.
Los dos eran toledanos, y los dos vivían en la misma ciudad que los vió nacer.
La tradición que refiere esta maravillosa historia, acaecida hace muchos años, no dice nada más acerca de los personajes que fueron sus héroes.
Yo, en mi calidad de cronista verídico, no añadiré ni una sola palabra de mi cosecha para caracterizarlos mejor.
El la encontró un día llorando y le preguntó:— ¿Por qué lloras?
Ella se enjugó los ojos, le miró fijamente, arrojó un suspiro y volvió á llorar.
Pero entonces, acercándose á María, le tomó una mano, apoyó el codo en el pretil árabe desde donde la hermosa miraba pasar la corriente del río, y tornó á decirle:—¿Por qué lloras?
El Tajo se retorcía gimiendo al pie del mirador entre las rocas sobre que se asienta la ciudad im-