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Gustavo A. Becquer.

pálido como la muerte; había sorprendido el secreto de los gnomos; había respirado su envenenada atmósfera, y pagó su atrevimiento con la vida; pero antes de morir refirió cosas estupendas. Andando por aquella caverna adelante, había encontrado al fin unas galerías subterráneas é inmensas, alumbradas con un resplandor dudoso y fantástico, producido por la fosforescencia de las rocas, semejantes allí á grandes pedazos de cristal cuajado en mil formas caprichosas y extrañas. El suelo, la bóveda y las paredes de aquellos extensos salones, obra de la naturaleza, parecían jaspeados como los mármoles más ricos; pero las vetas que los cruzaban eran de oro y plata, y entre aquellas vetas brillantes se veían, como incrustadas, multitud de piedras preciosas de todos colores y tamaños. Allí había jacintos y esmeraldas en montón, y diamantes y rubíes, y zafiros, y qué sé yo, otras muchas piedras desconocidas que él no supo nombrar; pero tan grandes y tan hermosas, que sus ojos se deslumhraron al contemplarlas. Ningún ruido exterior llegaba al fondo de la fantástica caverna; sólo se percibían á intervalos unos gemidos largos y lastimosos del aire que discurría por aquel laberinto encantado, un rumor confuso de fuego subterráneo que hervía comprimido, y murmullos de aguas corrientes que pasaban sin saberse por dónde. El pastor, solo y perdido en aquella inmensi-