— Y qué, ¿no se trajo nada de aquello?
— Nada, contestó el tío Gregorio.
— ¡Qué tonto! exlamaron en coro las muchachas.
— El cielo le ayudó en aquel trance, prosiguió el anciano, pues en el momento en que la avaricia, que á todo se sobrepone, comenzaba á disipar su miedo, y alucinado á la vista de aquellas joyas, de las cuales una sola bastaría á hacerle poderoso, el pastor iba á apoderarse de alguna, dice que oyó, ¡maravillaos del suceso! oyó claro y distinto en aquellas profundidades, y á pesar de las carcajadas y las voces de los gnomos, del hervidero del fuego subterráneo, del rumor de las aguas corrientes y de los lamentos del aire, oyó, digo, como si estuviese al pie de la colina en que se encuentra, el clamor de la campana que hay en la ermita de Nuestra Señora del Moncayo.
Al oir la campana que tocaba el Ave -María, el pastor cayó al suelo invocando ala Madre de Nuestro Señor Jesucristo, y sin saber cómo ni por dónde se encontró fuera de aquellos lugares, y en el camino que conduce al pueblo, echado en una senda y preso de un gran estupor como si hubiera salido de un sueño.
Desde entonces se explicó todo el mundo por qué la fuente del lugar trae á veces entre sus aguas como un polvo finísimo de oro; y cuando llega la noche, en el rumor que produce, se oyen palabras