muchachas, las únicas que no habían desplegado aún los labios para protestar con sus burlas de la veracidad del tío Gregorio, y que, preocupadas con la maravillosa relación, parecían absortas en sus ideas, se marcharon juntas y con esa lentitud propia de las personas distraídas, por una calleja sombría, estrecha y tortuosa.
De aquellas dos muchachas, la mayor, que parecía tener unos veinte años, se llamaba Marta; y la más pequeña, que aún no había cumplido los diez y seis, Magdalena.
El tiempo que duró el camino, ambas guardaron un profundo silencio; pero cuando llegaron á los umbrales de su casa y dejaron los cántaros en el asiento de piedra del portal, Marta dijo á Magdalena: — ¿Y tú crees en las maravillas del Moncayo y en los espíritus de la fuente?... — Yo, contestó Magdalena con sencillez, yo creo en todo. ¿Dudas tú acaso? — ¡Oh, no! se apresuró á interrumpir Marta; yo también creo en todo, en todo... lo que deseo creer.
Marta y Magdalena eran hermanas. Huérfanas desde los primeros años de la niñez, vivían miserablemente á la sombra de una parienta de su ma-