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Desde mi celda.

llan dos gruesos hilos de cuentas rojas, sus medias azules y sus abarcas atadas con un listón negro, que sube cruzándose caprichosamente hasta la mitad de la pierna, va y viene cantando á media voz por la cocina, atiza la lumbre del hogar, tapa y destapa los pucheros donde se condimenta la futura cena, y dispone el agua hirviente, negra y amarga que me mira beber con asombro. A estas alturas y mientras dura el frío, la cocina es el estrado, el gabinete y el estudio.

Cuando sopla el cierzo, cae la nieve ó azota la lluvia los vidrios del balcón de mi celda, corro á buscar la claridad rojiza y alegre de la llama, y allí, teniendo á mis pies al perro, que se enrosca junto á la lumbre, viendo brillar en el oscuro fondo de la cocina las mil chispas de oro con que se abrillantan las cacerolas y los trastos de la espetera, al reflejo del fuego, ¡cuántas veces he interrumpido la lectura de una escena de La Tempestad, de Shakespeare, ó del Caín de Byron, para oir el ruido del agua que hierve á borbotones, coronándose de espuma, y levantando con sus penachos de vapor azul y ligero la tapadera de metal que golpea los bordes de la vasija! Un mes hace que falto de aquí, y todo se encuentra lo mismo que antes de marcharme. El temeroso respeto de estos criados hacia todo lo que me pertenece, no puede menos de traerme á la imaginación las irreverentes limpie-