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Desde mi cleda.

crecen al pie del muro, en el cual, entre remiendos y parches de diferentes épocas, unos blancos y brillantes aún, otros con oscuras manchas de ese barniz particular de los años, se ven algunas estaquillas de madera clavadas en las hendiduras. Tal se ofreció á mis ojos el exterior de la posada; el interior no parecía menos pintoresco.

A la derecha, y perdiéndose en la media luz que penetraba de la calle, veíase una multitud de arcos chatos y macizos que se cruzaban entre sí, dejando espacio en sus huecos á una larga fila de pesebres, formados de tablas mal unidas al pie de los postes; y diseminados por el suelo, tropezábase, aquí con las enjalmas de una caballería, allá con unos cuantos pellejos de vino ó gruesas sacas de lana, sobre las que merendaban sentados en corro y con el jarro en primer lugar, algunos arrieros y trajinantes.

En el fondo, y caracoleando pegada á los muros ó sujeta con puntales, subía á las habitaciones interiores una escalerilla empinada y estrecha, en cuyo hueco, y revolviendo un haz de paja, picoteaban los granos perdidos hasta una media docena de gallinas; la parte de la izquierda, á la que daba paso un arco apuntado y ruinoso, dejaba ver un rincón de la cocina iluminada por el resplandor rojizo y alegre del hogar, en donde formaban un gracioso grupo la posadera, mujer frescota y de buen temple, aunque entrada en años, una muchacha