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Gustavo A. Becquer.

lleciese con mi nombre, añadiéndolo al brillante catálogo de sus ilustres hijos; y cuando la muerte pusiera un término á mi existencia, me colocasen para dormir ef sueño de oro de la inmortalidad á la orilla del Bétis; al que yo habría cantado en odas magníficas, y en aquel mismo punto adonde iba tantas veces á oir el suave murmullo de sus ondas. Una piedra blanca con una cruz y mi nombre, serían todo el monumento.

Los álamos blancos, balanceándose día y noche sobre mi sepultura, parecerían rezar por mi alma con el susurro de sus hojas plateadas y verdes, entre las que vendrían á refugiarse los pájaros para cantar al amanecer un himno alegre á la resurrección del espíritu á regiones más serenas; el sauce, cubriendo aquel lugar de una flotante sombra, le prestaría su vaga tristeza, inclinándose y derramando en derredor sus ramas desmayadas y flexibles como para proteger y acariciar mis despojos; y hasta el río, que en las horas de creciente casi vendría á besar el borde de la losa cercada de juncos, arrullaría mi sueño con una música agradable. Pasado algún tiempo, y después que la losa comenzara á cubrirse de manchas de musgo, una mata de campanillas, de esas campanillas azules con un disco de carmín en el fondo que tanto me gustaban, crecería á su lado enredándose por entre sus grietas y vistiéndola con sus hojas anchas