su santa madre, que pedía á Dios por él; pero no oyó la suya.
Mas allá hirieron sus oídos con un estrépito discordante mil y mil acentos ásperos y roncos, blasfemias, gritos de venganzas, cantares de orgías, palabras lúbricas, maldiciones de la desesperación, amenazas de impotencia y juramentos sacrilegos de la impiedad.
Teobaldo atravesó el segimdo círculo con la rapidez que el meteoro cruza el cielo en vnia tarde de verano, por no oir su voz que vibraba allí sonante y atronadora, sobreponiéndose á las otras voces en medio de aquel concierto infernal.
— ¡No creo en Dios! ¡No creo en Dios! decía aún su acento agitándose en aquel océano de blasfemias; y Teobaldo comenzaba á creer.
Dejó atrás aquellas regiones y atravesó otras inmensidades llenas de visiones terribles, que ni él pudo comprender ni yo acierto á concebir, y llegó