locar una cruz y la copia de su divina imagen en el mismo lugar en que la había visto descender del cielo. Este lugar es el mismo de que he hablado á usted al principio de esta carta, y que todavía se conoce con el nombre de la aparecida.
Yo oí por primera vez referir la historia que á mi vez he contado, al pie del humilde pilar que la recuerda, y antes de haber visto el monasterio que ocultaban aún á mis ojos las altas alamedas de árboles, entre cuyas copas se esconden sus puntiagudas torres.
Puede usted, pues, figurarse con qué mezcla de curiosidad y veneración traspasaría luego los umbrales de aquel imponente recinto, maravilla del arte cristiano, que guarda aún en su seno la misteriosa escultura, objeto de ardiente devoción por tantos siglos, y á la que nuestros antepasados, de una generación en otra, han tributado sucesivamente las honras más señaladas y grandes. Allí, día y noche, y hasta hace poco, ardían delante del altar en que se encontraba la imagen, sobre un escabel de oro, doce lámparas de plata que brillaban, meciéndose lentamente, entre las sombras del templo, como una constelación de estrellas; allí los piadosos monges, vestidos de sus blancos hábitos, entonaban á todas horas sus alabanzas en un canto grave y solemne, que se confundía con los amplios acordes del órgano; allí los hombres de armas