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La promesa.

prestaban á aquel cuadro de costumbres guerreras una vida y una animación imposible de pintar con palabras.

El conde de Gómara, acompañado de su fiel escudero, atravesó por entre los animados grupos sin levantar los ojos de la tierra, silencioso, triste, como si ningún objeto hiriese su vista ni llegase á su oído el rumor más leve. Andaba maquinalmente, á la manera que un sonámbulo, cuyo espíritu se agita en el mundo de los sueños, se mueve y marcha sin la conciencia de sus acciones y como arrastrado por una voluntad ajena á la suya.

Próximo á la tienda del rey y en medio de un corro de soldados, pajecillos y gente menuda que le escuchaban con la boca abierta, apresurándose á comprarle algunas de las baratijas que anunciaba á voces y con hiperbólicos encomios, había un extraño personaje, mitad romero, mitad juglar, que ora recitando una especie de letanía en latín bárbaro, ora diciendo una bufonada ó una chocarrería, mezclaba en su interminable relación chistes capaces de poner colorado á un ballestero, con oraciones devotas; historias de amores picarescos con leyendas de Santos. En las inmensas alforjas que colgaban de sus hombros se hallaban revueltos y confundidos mil objetos diferentes: cintas tocadas en el sepulcro de Santiago; cédulas con palabras que él decía ser hebráicas, las mismas que dijo el