vírgenes pintadas en los vidrios de colores que habréis visto alguna vez destacarse á lo lejos, blancas y luminosas, sobre el oscuro fondo de las catedrales.
Su rostro ovalado, en donde se veía impreso el sello de una leve y espiritual demacración, sus armoniosas facciones llenas de una suave y melancólica dulzura; su intensa palidez, las purísimas líneas de su contorno esbelto, su ademán reposado y noble, su traje blanco y flotante, me traían á la memoria esas mujeres que yo soñaba cuando casi era un niño. ¡Castas y celestes imágenes, quimérico objeto del vago amor de la adolescencia!
Yo me creía juguete de una alucinación, y sin quitarle un punto los ojos, ni aún osaba respirar, temiendo que un soplo desvaneciese el encanto.
Ella permanecía inmóvil.
Antojábaseme al verla tan diáfana y luminosa que no era una criatura terrenal, sino un espíritu que, revistiendo por un instante la forma humana, había descendido en el rayo de la luna, dejando en el aire y en pos de sí la azulada estela que desde el alto ajimez bajaba verticalmenio liasta el pie del opuesto muro, rompiendo la oscura sombra de aquel recinto lóbrego y misterioso.
— Pero... exclamó interrumpiéndole su camarada de colegio, que, comenzando por echar á broma la historia, había concluido interesándose con