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Gustavo A. Becquer.

á media voz, todos penetraron juntos en la iglesia, en cuyo lóbrego recinto la escasa claridad de una linterna luchaba trabajosamente con las oscuras y espesísimas sombras.

— ¡Por quien soy! exclamó uno de los convidados tendiendo á su alrededor la vista, que el local es de los menos á propósito del mundo para una fiesta.

— Efectivamente, dijo otro; nos traes á conocer á una dama, y apenas si con mucha dificultad se ven los dedos de la mano.

— Y sobre todo, hace un frío, que no parece sino que estamos en la Siberia, añadió un tercero arrebajándose en el capote.

— Calma, señores, calma, interrumpió el anfitrión; calma, que á todo se proveerá. ¡Eh, muchacho! prosiguió dirigiéndose á uno de sus asistentes; busca por ahí un poco de leña, y enciéndenos una buena fogata en la capilla mayor.

El asistente, obedeciendo las órdenes de su capitán, comenzó á descargar golpes en la sillería del coro, y después que hubo reunido una gran cantidad de leña que fué apilando al pie de las gradas del presbiterio, tomó la linterna y se dispuso á hacer un auto de fe con aquellos fragmentos tallados de riquísimas labores, entre los que se veían por aquí parte de una columnilla salomónica, por allá la imagen de un santo abad, el torso de