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Gustavo A. Becquer.

Oía mil ruidos diversos; se pasaba la mano por la frente, tornaba á escuchar: nada, silencio.

Veía con esa fosforescencia de la pupila en las crisis nerviosas, como bultos que se movían en todas direcciones; y cuando dilatándolas las fijaba en un punto, nada, oscuridad, las sombras impenetrables.

— ¡Bah! exclamó, volviendo á recostar su hermosa cabeza sobre la almohada de raso azul del lecho; ¿soy yo tan miedosa como estas pobres gentes, cuyo corazón palpita de terror bajo una armadura, al oir una conseja de aparecidos?

Y cerrando los ojos intentó dormir... pero en vano había hecho un esfuerzo sobre sí misma. Pronto volvió á incorporarse más pálida, más inquieta, más aterrada. Ya no era una ilusión; las colgaduras de brocado de la puerta habían rozado al separarse, y unas pisadas lentas sonaban sobre la alfombra; el rumor de aquellas pisadas era sordo, casi imperceptible, pero continuado, y á su compás se oía crujir una cosa como madera ó hueso. Y se acercaban, se acercaban, y se movió el reclinatorio que estaba á la orilla de su lecho. Beatriz lanzó un grito agudo, y arrebujándose en la ropa que la cubría escondió la cabeza y contuvo el aliento.

El aire azotaba los vidrios del balcón; el agua de la fuente lejana caía, y caía con un rumor éter-