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Gustavo A. Becquer.

La verde y tupida hierba que tapizaba el suelo, la fresca sombra de los árboles, el murmullo de las aguas corrientes, el magnífico horizonte que se desplegaba ante mis ojos, la hora del día y el cansancio del camino, todo parecía combinarse para hacerme comprender mejor la previsora solicitud de los que en siglos remotos habían colocado tan delicioso lugar de descanso al término de un penoso viaje.

Me senté al pie de la cruz, respiré á pleno pulmón el aire puro y sutil de la montaña, lleno de perfumes silvestres y de átomos de vida, dejé resbalar un momento la incierta mirada por los dilatados horizontes de verdura y de luz que desde allí se descubren, saqué un cigarro de la cartera de viaje, lo encendí, y después de encendido comencé á arrojar al aire bocanadas de humo.

En este momento me asaltó una idea extraña. He aquí, dije, hablando conmigo mismo, el punto donde el piadoso romero, vestido de un burdo sayal y apoyado en su tosco bordón, se prosternaba poseído de hondo respeto á la vista del santuario, como los peregrinos del Oriente se prosternan aún en la cima del monte que domina la ciudad santa: las ideas guerreras y religiosas, el sentimiento de la gloria nacional y de la fe, despertándose al eco de un nombre que ha consagrado la tradición, llenaban de piadoso recogimiento su alma, prepa