agrestes márgenes, hasta llegar al pie del antiguo convento de San Jerónimo, el cual se asoma por cima de los espesos olivares que los rodean, y dibuja por oscuro la negra silueta de sus torres sobre un cielo azul trasparente.
Imagináos este paisaje animado por una multitud de figuras de hombres, mujeres, chiquillos y animales, formando grupos á cual más pintorescos y característicos: aquí el ventero, rechoncho y coloradote, sentado al sol en una silleta baja, deshaciendo entre las manos el tabaco para liar un cigarrillo y con el papel en la boca; allí un regatón de la Macarena, que canta entornando los ojos y acompañándose con una guitarrilla, mientras otros le llevan el compás con las palmas, ó golpeando las mesas con los vasos; más allá una turba de muchachas con su pañuelo de espumilla de mil colores, y toda una maceta de claveles en el pelo, que tocan la pandereta, y chillan, y rien, y hablan á voces en tanto que impulsan como locas el columpio colgado entre dos árboles; y los mozos del ventorrillo que van y vienen con bateas de manzanilla y platos de aceitunas; y las bandas de gentes del pueblo que hormiguean en el camino; dos borrachos que disputan con un majo que requiebra al pasar á una buena moza; un gallo que cacarea esponjándose orgulloso sobre las bardas del corral; un perro que ladra á los chiquillos que