gión se trasmite de unos en otros durante la dominación sarracena, y prosigue su marcha triunfadora á través de las vejaciones y la esclavitud. Durante este período, temerosos los cristianos de que la profanación toque con su mano atrevida los venerables restos de la mártir que guardan, huyen con las sagradas reliquias á las desnudas rocas en que Pelayo arrojó el grito de guerra.
Pasan los años, y la Cruz vuelve á elevarse sobre las torres de Tolaitola; los pendones de Alfonso ondean sobre sus muros; un piadoso arzobispo reconstruye la antigua basílica, y el arte muslímico, que desaparece, graba en su ábside uno de sus últimos pensamientos.
La santa mártir que guardó, después de largas peregrinaciones vuelve á la ciudad donde tuvo su cuna, pero no al templo á que dió su nombre. ¿Mas podrán arrancarse de la historia de la Iglesia las brillantes páginas que ocupa este santuario, hoy casi olvidado y escondido entre los cipreses que le rodean? No. ¡El viajero, al pasar junto á tí, detendrá su marcha para contemplar los vestigios que diez y siete centurias han amontonado sobre tu cabeza; el cristiano, al traspasar tus humbrales, doblará su rodilla, en presencia de un testigo de las luchas y del triunfo de su fe!
Estas y otras ideas semejantes hervían en nuestra imaginación, cuando nos vinieron á avisar que