Parménides; otras se convierte de narrativa en activa, y los héroes y las divinidades de la epopeya, conservando todavía su grandioso y sobrenatural prestigio, pisan las tablas de la escena trágica y pronuncian las aladas palabras que en su boca ponen Esquilo y Sófocles. Y no paran aquí las transformaciones del genio homérico, que es á modo de río inagotable para el pensamiento y el arte de la Hélada, pues también la Historia crece á los pechos de la epopeya, y al despojarse de la forma métrica no abjura de su origen, ni de la pasión á lo maravilloso, ni de la candorosa y patriarcal ingenuidad del relato, que hacen de Herodoto un poeta épico, tan lejano del tipo de historiador político que hallamos en Tucídides.
La novela, última degeneración de la epopeya, no existió, no podía existir en la edad clásica de las letras griegas. Pero elementos de ella hubo sin duda, y pueden encontrarse dispersos en otros géneros. Aparte de los apólogos esópicos y de las fábulas libycas, que son género de muy remoto abolengo y más oriental que griego, fué peculiar de aquella cultura en su mayor grado de refinamiento sabio el mito filosófico, que unas veces es metamorfosis ó interpretación de un mito religioso y otras veces parábola ó alegoría libremente imaginada para exponer alguna doctrina metafísica ó moral. De este género de mitos es maestro prodigioso Platón en el Timeo, en el Protágoras, en el Critias, en el Fedro, en el Convite y en tantos otros diálogos. Á veces estos mitos tienen notable desarrollo poético, como el de Her el Armenio en el libro X de la República (que sirve al filósofo para exponer sus ideas acerca de la vida futura), y la leyenda geográfica de la isla Atlántida, que probablemente oculta una verdad histórica desfigurada por la tradición y acomodada por Platón á un sentido político.
Desprovistas de tal sentido y de cualquier otro que no fuese el de la curiosidad y mero deleite, conoció la antigüedad helénica gran número de narraciones fabulosas históricas y geográficas, muchas de ellas de origen oriental, asirio, persa ó egipcio, como las que de buena fe sin duda recogió Herodoto de boca de los intérpretes de Memfis, y todas las maravillas que contenían los libros de Ctesias, frecuentemente citados por Diodoro Sículo. Basta leer el satírico y ameno tratado de Luciano sobre el modo de escribir la Historia para comprender á qué punto llegó el furor de mentir en los historiadores de la decadencia, incluso en los que escribían de cosas de su tiempo, como los biógrafos de Alejandro. Prescindiendo de los mitógrafos de profesión, como Apolodoro, que al fin recogían leyendas antiguas, aunque muchas veces las exornasen y amplificasen, no puede omitirse que las relaciones de viajes apócrifos á países apenas conocidos ó á tierras enteramente fabulosas llegaron á constituir un género, al cual corresponden la Pancaya, de Evhemero; la Isla Afortunada, de Iámbulo; el libro de Hecateo de Abdera sobre las costumbres de los Hiperbóreos, y otras varias expediciones imaginarias, de las cuales es chistosa parodia la Historia verdadera, del mismo Luciano.
Engendró la muelle ociosidad de las ciudades de Jonia y de la Magna Grecia un nuevo género de narraciones, destinadas al frívolo halago de la imaginación, cuando no al de los sentidos, y análogo en gran manera á los cuentos orientales, de los que acaso en parte procedían. Perdidas las primitivas fábulas sibaríticas y milesias, sólo es dado formar juicio de ellas por imitaciones griegas y latinas muy tardías, como el cuento de la Matrona de Efeso en el Satyricon, de Petronio; el Asno, atribuido á Luciano ó á Lucio de Patras, y el mucho más extenso y complejo Asno de Oro, de Apuleyo, obras que justifican ciertamente la fama de libidinosas y aun de brutalmente obscenas que