círculo de sus ideas fisiológicas y le hacía entrever la anatomía comparada. Había llegado á comprender y afirmar la unidad del espíritu vital y la multiplicidad de sus operaciones según los órganos corpóreos de que se vale.
Luego dilató sus investigaciones á todo el mundo sublunar, llamado por los peripatéticos mundo de la generación y de la corrupción. Entendió cómo se reducía á unidad la multiplicidad del reino animal, del reino vegetal, del reino mineral, ya considerados en sí mismos, ya en sus mutuas internas relaciones. Elevándose así á una concepción monista de la vida física y de la total organización de la materia, quiso penetrar más hondo, é investigando la esencia de los cuerpos, reconoció en ella dos elementos: la corporeidad, cuya característica es la extensión, y la forma, que es el principio activo y masculino del mundo. ¿Pero dónde encontrar el agente productor de las formas? No en el mundo sublunar, ni tampoco en el mundo celeste, porque todos los cuerpos, aun los celestes, tienen que ser finitos en extensión. El solitario contempla la forma esférica y movimiento circular de los planetas; concibe la unidad y la armonía del Cosmos; no se decide en pro ni en contra de su eternidad, pero en ambas hipótesis cree necesaria la existencia de un agente incorpóreo, que sea causa del universo y anterior á él en orden de naturaleza, ya que no en orden de tiempo; un sér dotado de todas las perfecciones de los seres creados y exento de todas las imperfecciones.
Hasta aquí no ha usado Hay más procedimiento que el de la contemplación del mundo exterior. Su creencia en Dios se basa en la prueba cosmológica. Pero llegado á este punto, emplea muy oportunamente y con gran novedad el procedimiento psicológico. Si el espíritu humano conoce á Dios, agente incorpóreo, es porque él mismo participa de la esencia incorpórea de Dios. Esta consideración mueve á Hay, á los treinta y cinco años de edad, á apartar los ojos del espectáculo de la naturaleza y á indagar los arcanos de su propio sér. Si el alma es incorpórea é incorruptible, la perfección y el fin último del hombre ha de residir en la contemplación y goce de la esencia divina. Tal destino es mucho más sublime que el de todos los cuerpos sublunares, pero quizá los cuerpos celestes tienen también inteligencias capaces, como la del hombre, de contemplar á Dios. ¿Cómo lograr esta suprema intuición de lo absoluto? Procurando imitar la simplicidad é inmaterialidad de la esencia divina, abstrayéndose de los objetos externos, y hasta de la conciencia propia, para no pensar más que en lo uno. Estamos á las puertas del éxtasis, pero nuestro filósofo declara que tan singular estado no puede explicarse más que por metáforas y alegorías. No se trata, sin embargo, de un don sobrenatural, de una iluminación que viene de fuera é inunda con sus resplandores el alma, sino de un esfuerzo psicológico que arranca de lo más hondo de la propia razón especulativa, elevada á la categoría transcendental.
Hay no renuncia á ella, ni aun en el instante del vértigo; afirma poderosamente su esencia en el mismo instante en que la niega, porque la verdadera razón de su esencia es la esencia de la verdad increada. Razonando de este modo, todas las esencias separadas de la materia, que antes le parecían varias y múltiples, luego las ve como formando en su entendimiento un concepto y noción única, correspondiente á una esencia única también.
Las últimas páginas del libro parecen un himno sagrado ó el relato de una iniciación en algún culto misterioso, como los de Eleusis ó Samotracia. Allí nos explica Abentofáil con extraordinaria solemnidad y pompa de estilo, con una especie de imaginación que