«Pero llegando á cierto término de crecer y de vivir, me salteó de repente un tan extraordinario ímpetu de conocimiento, un tan grande golpe de luz y de advertencia, que, revolviendo sobre mí, comencé á reconocerme, haciendo una y otra reflexión sobre mi propio sér. ¿Qué es esto? decía, ¿soy ó no soy? Pero pues vivo, pues conozco y advierto, sér tengo[1]. Mas si soy, ¿quién soy yo? ¿Quién me ha dado este sér y para qué me lo ha dado?...
«Crecía de cada día el deseo de salir de allí, el conato de ver y saber, si en todos natural y grande, en mí, como violentado, insufrible; pero lo que más me atormentaba era ver que aquellos brutos, mis compañeros, con extraña ligereza trepaban por aquellas siniestras paredes, entrando y saliendo libremente siempre que querían, y que para mí fuesen inaccesibles, sintiendo con igual ponderación que aquel gran don de la libertad á mí solo se me negase[2].
«Probé muchas veces á seguir aquellos brutos, arañando los peñascos, que pudieran ablandarse con la sangre que de mis dedos corría; valíame también de los dientes, pero todo en vano y con daño, pues era cierto el caer en aquel suelo, regado con mis lágrimas y teñido con mi sangre... ¡Qué de soliloquios hacía tan interiores, que aun este alivio del habla exterior me faltaba! ¡Qué de dificultades y dudas trababan entre sí mi observación y mi curiosidad, que todas se resolvían en admiraciones y en penas! Era para mí un repetido tormento el confuso ruido de estos mares, cuyas olas más rompían en mi corazón que en estas peñas...».
Por fin, un espantable terremoto, destruyendo la caverna donde se guarecía, le liberta de su oscura prisión y le pone enfrente del gran teatro del universo, sobre el cual filosofa larga y espléndidamente:
«Toda el alma, con extraño ímpetu, entre curiosidad y alegría, acudió á los ojos, dejando como destituídos los demás miembros, de suerte que estuve casi un día inmoble y como muerto, cuando más vivo... Miraba el cielo, miraba la tierra, miraba el mar, y á todo junto, y á cada cosa de por sí; y en cada objeto de estos me transportaba, sin acertar á salir de él, viendo, observando, advirtiendo, discurriendo y lográndolo todo con insaciable fruición».
Critilo envidia la felicidad de su amigo, «privilegio único del primer hombre y suyo». «Entramos todos en el mundo con los ojos del alma cerrados, y cuando los abrimos al conocimiento, ya la costumbre de ver las cosas, por maravillosas que sean, no dejan lugar á la admiración».
No seguiremos á Andrenio en sus brillantes y pomposas descripciones del sol, del cielo estrellado, de la noche serena, de la fecundidad de la tierra y de los demás portentos de la Creación: trozos de retórica algo exuberante, como era propio del gusto de aquel siglo y del gusto del ingeniosísimo y refinado jesuíta aragonés, que fué su legislador y el oráculo de los cultos y discretos. Aun en medio de esta frondosidad viciosa no dejan de encontrarse pensamientos profundos y análogos á los de Abentofáil sobre la
- ↑ Nótese, entre paréntesis, la analogía de este razonamiento con el que sirve de base al método cartesiano.
- ↑ Notable es la similitud de algunas de estas frases con las del Segismundo calderoniano, pero el imitador no debe de ser Calderón, porque La Vida es sueño se había representado ya en 1635, años antes que apareciese ninguna de las partes del Criticón. El monólogo de Calderón está calcado en uno de Lope en su comedia Barlaam y Josafá.