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Página:Orígenes de la novela - Tomo I (1905).djvu/85

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LXXV
Introducción

bellos lugares encontraba, más fuertemente la perseguía él pensamiento de la muerte. Cogía flotes el gentil y comía frutos de los árboles, pero ni el olor de las flores ni el sabor de los frutos le daban ningún remedio. Estando el gentil en este trabajo, y no sabiendo qué partido tomar, hincó las rodillas en tierra, y levantó las manos y los ojos al cielo, y besó la tierra, y dijo estas palabras, llorando y suspirando muy devotamente: «¡Ay mezquino! ¡en qué ira y en qué dolor has caído cautivo! ¿Por qué fuiste engendrado ni viniste al mundo, pues no hay quien te ayude en los trabajos que padeces, ni hay ninguna cosa que tenga en sí tanta virtud que te pueda ayudar?».

«Cuando el gentil hubo dicho estas palabras, empezó á caminar por el bosque como hombre fuera de sentido, hasta que salió á un ancho y hermoso camino. Y aconteció que mientras el gentil andaba por aquella vía, tres sabios se encontraron á la salida de una ciudad. El uno era judío, el otro cristiano, el tercero sarraceno. Saludáronse afablemente, y después de haberse informado con mucha cortesía de su salud y estado, determinaron ir de paseo para recrear el ánimo que tenían muy trabajado del estudio que hacían. Iban hablando los tres sabios, cada uno de su creencia y de la doctrina que mostraban á sus escolares, cuando llegaron á un hermoso prado, donde una bella fuente regaba los cinco árboles que al principio de éste libro van figurados[1]. Junto á la fuente encontraron á una hermosísima doncella, muy noblemente vestida, que cabalgaba en un palafrén al cual daba de beber en la fuente. Los sabios que vieron los cinco árboles y aquella dama de tan agradable semblante, se acercaron á la fuente para saludarla; y ella respondió cortésmente á su saludo. Preguntáronle su nombre, y ella les dijo que era la Inteligencia. Entonces los sabios la rogaron que les declarase la naturaleza y propiedad de los cinco árboles y lo que significaban las letras que estaban escritas en cada una de sus flores».

No nos detendremos en esta exposición alegórica, que está repetida en otros muchos libros del beato mallorquín y que pertenece á la parte más conocida y externa de su sistema.

«Cuando la dama hubo dicho estas palabras á los tres sabios, se despidió de ellos y alejóse. Quedaron los tres sabios en la fuente, y uno de ellos comenzó á suspirar y á decir: «¡Ay Dios! ¡Cuán gran bienaventuranza sería si por medio de estos árboles pudieran reducirse á una sola ley y creencia todos los hombres que hoy son, y que no hubiese entre los humanos rencor ni mala voluntad por ser diversas y contrarias sus creencias y sectas, y así como hay un Dios tan solamente, padre y creador y señor de todo cuanto es, que así todos los pueblos se uniesen para formar un pueblo solo, y que aquéllos estuviesen en vía de salvación, y que todos juntos tuviesen una fe y una ley, y diesen gloria y loor á nuestro señor Dios! Considerad, señores, cuántos son los daños que se siguen de tener los hombres diversas sectas, y cuántos son los bienes que resultarían si todos tuviesen una fe y una ley. Siendo esto así, ¿no os parecería bien que nos sentásemos bajo estos árboles, á la vera de esta apacible fuente, y que disputásemos sobre lo que creemos, y puesto que con autoridades no nos podemos convencer, tratásemos de avenirnos por medio de razones demostrativas y necesarias?». Cada uno de los sabios tuvo por bueno lo que el otro decía, y alegráronse, y comenzaron á mirar las flores de los

  1. Alude á los conocidos árboles simbólicos de la filosofía luliana, que efectivamente se hallan dibujados en los códices y en las ediciones de esta obra.