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―No pudiera usted haberme ofrecido su mano de manera ninguna que me hubiera tentado a aceptarla.

De nuevo se patentizó el asombro en él, quien la miró con expresión mezclada de incredulidad y molestia. Ella continuó:

―Desde el comienzo mismo, casi puedo decir que desde el primer instante de mi relación con usted, sus modales, que me imprimieron la más arraigada creencia en su arrogancia, su vanidad, su egoísta desdén a los sentimientos ajenos, me parecieron tales que al punto asentaron los cimientos de la desaprobación que los sucesos posteriores han convertido en desagrado firme; y aunque no le hubiera conocido a usted sino hace un mes habría pensado que era usted el último hombre del mundo con quien yo pudiera decidir casarme.

―Ha dicho usted más que suficiente, señorita.

Comprendo perfectamente sus sentimientos, y sólo me resta avergonzarme de lo que han sido los míos. Perdone usted por haberla entretenido tanto tiempo y acepte mis buenos deseos de su salud y felicidad.

Y con estas palabras abandonó con rapidez el cuarto, e Isabel oyóle al momento abrir la puerta de entrada y salir de la casa.

La confusión de su mente le era en extremo penosa. No sabía cómo sostenerse, y de pura debilidad se sentó, llorando durante media hora. Su asombro al recordar lo ocurrido crecía a medida que se lo representaba. Que hubiera recibido una proposi-