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ser excelente danzarina. No olvidaré jamás su aparición esta mañana. Realmente parecía medio salvaje.

—Muy cierto que lo parecía, Luisa. Apenas pude contenerme. ¡Qué necedad, después de todo, el venir aquí! ¿A qué correr por el campo porque su hermana tuviese un resfriado? ¡Traía el cabello tan desordenado, tan revuelto!

—Sí; ¿y la enagua? Supongo que verías su enagua, con seis pulgadas de barro; y el vestido, que debía cubrirla, sin desempeñar su oficio.

—Usted se fijó, señor Darcy —dijo la señorita de Bingley—, y supongo que no desearía usted ver que su hermana daba un espectáculo por el estilo.

—Cierto que no.

—Andar tres millas, o cuatro, o cinco, o las que sean, pisando barro y sola, ¡completamente sola! ¿En qué estaría pensando? Me parece que eso revela una detestable especie de independencia y gran indiferencia por el decoro, propia de gente baja.

—Con ello mostraba afecto hacia su hermana, que es cosa muy hermosa —dijo Bingley.

—Temo, señor Darcy —observó la señorita de Bingley a media voz—, que esta aventura haya disminuído la admiración de usted por sus bellos ojos.

—De ningún modo —replicó él—; estaban abrillantados por el ejercicio.

Siguió a esta frase una corta pausa, y la señora de Hurst comenzó de nuevo:

—Siento gran interés por Juana, que es en rea-