saltar de sus caballos sobre su espalda, pero fallaron en cada ocasión. Una vez, uno de los coleadores (significa jaladores de cola) cayeron entre el caballo y el toro, y fue pisoteado por ambos, pero no murió. Este toro fue sacado y un segundo y más animado entró. Él corrió alrededor y alrededor de la arena, y finalmente agarrado por la cola y tirado a la tierra por uno de los coleadores, y atado por los asistentes, que lo tuvieron hasta un cable—o, como diría un californiano, "una cincha"—fue atada a su alrededor. Francisco Mayo fue tirado de espaldas, y se le permitió pararse. El toro continuó alrededor y alrededor de la arena, sacudiéndose y saltando, para librarse de su jinete, pero en vano; y así terminó el espectáculo, justo al anochecer.
Y todo este tiempo delicadas mujeres, hermosos hijitos estuvieron sentados en los pasillos, bebiendo bebidas frescas y mirando plácidamente sucesivamente, mientras que charlaban sobre asuntos familiares con sus amigos a su alrededor. Peor que eso, al mirar las paredes del gran Hospicio, esa maravilla de caridad práctica y benevolencia, vi a varias de las piadosas hermanas de la caridad, cuyo santo trabajo y vidas santas habíamos admirado tanto cuando visitamos la institución, paradas en las almenas y mirando hacia abajo sobre nosotros. No podían ver la masacre, pero podían oír y disfrutar los gritos del público, la música, y los gemidos de los animales torturados.
Esta fue la primera corrida que nunca había atestiguado; será mi última. Creo que puedo decir que nunca he vacilado en el deber, por muy doloroso, y en la de curso mi vida periodística, he sido llamado a ser testigo de muchas cosas de carácter cruel y horrible; pero nunca ha sido culpable de torturar insensiblemente a ninguna