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LO QUE VI EN ELLA.

En el sótano, descendí ocho anchos escalones de piedra, todos cortados de una sola pieza de piedra, y en la sacristía vi la tumba del diseñador de la Catedral, quien murió cuatro años antes de su finalización, y numerosos magníficas y valiosas pinturas antiguas. Una es una de imagen de la Virgen, que hace milagros todos los días. Alrededor de esta imagen son cientos de ofrendas votivas, en forma de otros, ilustrando los milagros realizados por la Virgen a nombre las personas ofreciéndoles. Algunos de estos eran ridículos en el extremo.

Entrando al edificio principal, vi gráciles columnas en pálido verde y oro, soportando el arqueado techo calado en los mismos colores, un magnífico altar de mármol y plata, una capilla con un santuario de plata, e innumerables fotos e imágenes, y decoraciones de riqueza bárbara. Las ricas notes de un magnífico órgano resonaron a través del edificio, sacerdotes en magníficas vestimentas balbuceaban los servicios de la mañana, e incienso llenaba el aire. Oro y plata, satén y dorado, encontraban el ojo en cada lado, y la escena a primera vista fue de desconcertante belleza.

Pero miré a mi alrededor y vi hombres y mujeres, descalzos y en harapos, venían arrastrándose sobre las marcas mojadas del amplio patio, y por el largo pasillo sobre sus rodillas, algunos de llevando velas encendidas para ofrecer en el santuario en cumplimiento de votos hechos cuando la asistencia de la Virgen fue muy necesaria, o postrándose en las marcas de las puertas; y miré a los elegantes sacerdotes, que toman sesenta mil dólares anuales de ofrendas votivas, a los pobres desgraciados que laboran para ella y darla, y salí con más amargura que satisfacción en mi corazón.

En la puerta vi una lista visiblemente publicada con