tropas romanas, yo apoyaría a la Guardia Nacional, Capitán Ben Pratt, de San Francisco o la guardia MacMahon, General Cazneau, del mismo lugar, a dar probabilidades y golpear el almidón fuera de toda la falange. Desde luego tales hombres podrían tan valientemente morir por su fe como si pesaran trescientas libras, y medir seis pies dos pulgadas en sus pies con medias, cada uno; sin embargo, ya no me sorprende el derrocamiento de Roma por Godos y Vándalos, desde que vi qué tipo guerreros tenían.
Una cosa es evidente en estas Iglesias de México Central, a primera vista, a saber: que las personas que llegan allí a adorar van en serio, y no son hipócritas o escépticos. Aceptan toda la fe como se enseña, sin vacilación ni reserva mental, y nunca tratan de eludir sus responsabilidades, u ocultar el hecho de su fe en presencia de infieles. Para esto los honro por encima de muchos de mis compatriotas hombres y mujeres.
El Domingo es el gran día de mercado en Lagos, y apenas acaba la misa de mañana cuando las dos plazas, y las calles entre ellas se llenan con un enjambre con compradores y vendedores. Vendedores de cacahuates, pimientos, ñames, verduras, pan, tortillas, y frutas de todas las descripciones, levantan enormes sombrillas, en forma exactamente igual a las de los chinos, cubierto con esteras, y diez o doce pies de ancho, en postes robustos, extendiendo sus pequeños productos sobre el pavimento, y hora tras hora gritan en voz alta sus mercancías, anunciando el precio de las cosas que venden por un claco o cuartillo, un centavo o tres centavos. Loza de barro, carbón, azúcar, sal, y otros productos se venden en una plaza, mercancías secas en otro, y carne en pequeñas tiendas en una calle entre las dos. Los hombres