ard en México, fueron el gran banquete en el Palacio Nacional, y el gran baile en el Teatro Nacional, que concluyó las festividades.
El banquete tuvo lugar el sábado, 27 de diciembre, en el salón—cuatrocientos pies de longitud—en el extremo sur de donde el trono de Maximiliano alguna vez estuvo, y donde el rico dosel carmesí de seda brocada que lo coronaba sigue ahí, como si burlándose del pasado, y un sermón perpetuo de la vanidad de la ambición humana. Como si para agregar un punto a la lección, el cetro y espada de Iturbide, encerrada en un marco y cubierto con cristal, colgaba contra la pared, justo encima de las sillas ocupadas por el ciudadano Presidente, Don Benito Juárez, y por el ex primer ministro de los Estados Unidos, Wm. H. Seward.
Las invitaciones fueron emitidas por "El Ministro de Relaciones Exteriores" Señor Lerdo de Tejada, a nombre del Presidente de la República, y en honor del Honorable Wm. H. Seward.
Los invitados fueron "recibidos en el gran salón con tapetes de satin carmesí colgados, traídos y colocados allí por Maximiliano; y por las amables, y consumadas señoras de la familia del Presidente,—aunque no participaron en la Cena, ya que no hubo señoras invitadas—estuvieron presentes para dar la bienvenida.
Cuatrocientos invitados, incluyendo todos los señores americanos destacados en la ciudad, los yernos y personal del Presidente, todo el gabinete, y los funcionarios principales y jefes de departamentos de Gobierno, con muchos miembros de Congreso—entre ellos algunos de los más destacados líderes de la oposición—nos sentamos a la mesa a las 7 p. m.
La escena, cuando todos los invitados estaban sentados a la me-
