entró en contacto, y la experiencia de cada día en el país confirmó sus prejuicios y profundizó sus convicciones. Como regla el insistía que estaban obligados a entender inglés, y no lo entendían a pesar todas sus protestas. "¡Aquí tu, pon ese baúl ahí te digo, y quiero que lo entiendas !" exclamaría. Los sirvientes desde luego comprenderían por sus gestos lo que quería hacer, y cumplirían con su mandato; con lo cual el voltearía con algunos del grupo y afirmaría triunfalmente:
"Ahí, por sus pieles amarillas, ¿no les dije que podían entender inglés si tan solo se proponen?"
Pero en ocasiones él encontraría un cliente que persistiría en entenderlo, y después de un poco ridículo su mansedumbre cristiana se haría a un lado, y su ira encontraba salida en palabras, forzadas y al punto. En un pequeño pueblo donde paramos a almorzar, el Sr. Seward le pidió ir y comprar un centenar de cigarros para la guardia. Se fue y poco después, oyendo palabras altas en una tienda al lado del camino, fui a ver la causa del ruido.