el lado del carro, los cambiaban; pero este oficial cabalgó con nosotros todo el camino, su ardiente, pequeño corcel nunca marcaba o se detenía a descansar por un momento de la mañana a la noche. El camino era horrorosamente polvoriento, y el carro de mulas, las ruedas de carro, y los caballos de la guardia, nos mantuvieron en tal nube del sagrado suelo todo el camino, que ningún individuo era reconocible después de haber avanzado una milla o dos.
Me gustaría poder presentar a mis lectores una imagen de ese peculiar y característico cortejo, mientras pasamos a lo largo de la carretera de Puebla a Orizaba. Todo color del arco iris brilló en los trajes de los guardias o los cobertores de los Caballos. Los hombres estaban envueltos hasta los ojos en bufandas y sarapes para proteger sus caras y gargantas del—para ellos—frío extremo, aunque nos pareció demasiado caliente para usar abrigos cuando estábamos sentados en el carro abierto. Todos los nativos de este país así se protegen contra el aire, incluso en las estaciones más cálidas, y las mujeres que encuentras en la carretera tienen sus rostros, en la mayoría de los casos, todos cubiertos excepto los ojos, con sus rebosos azul o negro.
Salimos de Palmar a las 8 a. m., el 24 de diciembre, para Orizaba, con sólo dieciséis leguas españolas de camino. Durante las primeras seis leguas el campo era polvoriento, seco como las Californias durante la estación seca, y poco interesante. Después, en un instante cambió toda la escena como si por arte de magia. En una curva brusca de la carretera llegamos al borde un gran cañón, como el Río americano sobre Colfax en la Ferrocarril Central del Pacifico en California. Los lados del cañón eran boscosos y verdes, y muy precipitados. Abajo en el fondo del cañón, entre mil doscientos y mil ochocientos pies por debajo de nosotros, pudimos ver muchos grandes vagones cargados de algodón tirados por entre veinte y treinta mulas cada uno, viniendo desde Veracruz,